Intervención en el Museo de Historia
artista Gustavo Artigas
Desde el primer incendio del que se tuvo noticias y que se llevó cuarenta casas en 1539, los fuegos han sido un elemento capital a la hora de destruir y reconfigurar, de moldear y definir el paisaje urbano de la capital panameña. La lista es inmensa y espeluznante. Desde el fuego provocado por manos piratas que dejó en ruinas la antigua ciudad de Panamá en 1671, pasando por el de 1756, que redujo a la mitad los contornos de la nueva ciudad, hasta el que hace muy poco arrasó una manzana del populoso barrio de San Miguel.
Leyendo el inventario de incendios del Cuerpo de Bomberos de Panamá uno puede hacer un recorrido fascinante, más allá del sentido trágico de cada fuego. A través de cada escueto informe se pueden leer las coordenadas urbanísticas, las costumbres y el tejido social de distintas épocas: depósitos de películas, barracas de madera, antiguas casas de alquiler, augustas residencias, teatros populares, todos vencidos por el fuego.
Por eso denota excelente puntería el tema elegido por el mexicano Gustavo Artigas para dialogar con la capital panameña: el incendio simulado pero veraz de un edificio poseedor de gran significación histórica y relevancia simbólica, como el Palacio Municipal (que además alberga el desvencijado Museo de Historia, aunque casi nadie lo sepa). Con la complicidad de los bomberos y durante una apacible tarde sabatina, Artigas llenó de humo el palacio, despertando en los escasos transeúntes reacciones que en principio bordeaban la indiferencia. Todo cambió cuando, sumadas al humo, surgieron las primeras llamas del techo y entraron en acción los bomberos. Se formuló un microcosmos social en torno al fuego mentiroso: ancianas que lloraban, vendedores de lotería buscando hacer negocio en medio de la inesperada aglomeración, teóricos de las probables causas del fuego, escépticos que aseguraban estar frente a un simulacro, personajes que medían las posibilidades destructivas del incendio como quien asiste a un evento deportivo, y meros espectadores apagados y calmosos. Artigas tuvo el incuestionable mérito de realizar una provocación capaz de suscitar diversas e inesperadas dinámicas sociales, realizando de paso un comentario sobre las relaciones entre memoria, ironía e historia.
Lo más curioso es que luego del “incendio” tuve la oportunidad de colarme en el edificio mientras los bomberos y organizadores evaluaban posibles daños. El palacio en desuso era una suma de espacios fantasmas, vacíos, tristes, en los que se acumulaban polvorientos muebles dentro de un orden absurdo. La Declaración de la Independencia dormía en una habitación vacía y húmeda. Y aunque el fuego nunca penetró el recinto, el abandono burocrático, la endémica falta de recursos gubernamentales y el desinterés generalizado por conservar las huellas vivas de la historia, dejaban ver un espacio que parecía producto de una terrible catástrofe.
No sé si el artista tuvo la lucidez y el tiempo para prever todo esto o si apenas lo intuyó. De cualquier modo, y además de las dinámicas que supo formular, la obra de Artigas actuó como una metáfora incendiaria del paso demoledor, no de las catástrofes naturales, sino de una alarmante desidia burocrática, capaz de abandonar un edificio de gran significación histórica a los fantasmas húmedos y polvorientos de su propio deterioro.
Alberto Gualde